¿Quién de nosotros podría llegar a comprender el amor de Jesucristo?



 Si no nos lo dijese el mismo Jesucristo, ¿Quién de nosotros podría llegar a comprender el amor que ha manifestado a les criaturas, dándoles su Cuerpo adorable y su Sangre preciosa, para servir de alimento a les almas?. ¡Caso admirable! Un alma tomar cómo alimento a su Salvador... ¡y esto no una sola vez, sino cuántas le plazca!... ¡Oh, abismo de amor y de bondad de Dios con sus criaturas!... Nos dice San Pablo que el Salvador, al revestirse de nuestra carne, ocultó su divinidad, y llevo su humillación hasta a anonadarse. Pero, al instituir el adorable sacramento de la Eucaristía, ha velado hasta su humanidad, dejando sólo de manifiesto las entrañas de su misericordia. ¡Ved de lo que es capaz el amor de Dios con sus criaturas!... Ningún sacramento puede ser comparado con la Sagrada Eucaristía. Es cierto que en el Bautismo recibimos la cualidad de hijos de Dios Y, de consiguiente, nos hacemos participantes de su eterno reino; en la Penitencia, se nos curan las llagas del alma y volvemos a la amistad de Dios; pero en el adorable sacramento de la Eucaristía, no solamente recibimos la aplicación de su Sangre preciosa, sino además al mismo autor de la gracia. Nos dice San Juan que Jesucristo «habiendo amado a los hombres hasta el fin»( Ioan., XIII, 1),  halló el medio de subir al cielo sin dejar la tierra; tomo el pan en sus santas y venerables manos, lo bendijo y lo transformó en su Cuerpo; tomo el vino y lo transformó en su Sangre preciosa, y, en la persona de sus apóstoles, transmitió a todos los sacerdotes la facultad de obrar el mismo milagro cuántas veces pronunciasen las mismas palabras, a fin de que, por este prodigio de amor, pudiese permanecer entre nosotros, servirnos de alimento, acompañarnos y consolarnos. «Aquel, nos dice, que come mi carne y bebe mi sangre, vivirá eternamente; pero aquel que no coma mi carne ni beba mi sangre, no tendrá la vida eterna» (Ioan., VI, 54-55.). ¡Oué felicidad la de un cristiano, aspirar a un tan grande honor cómo es el alimentarse con el pan de los Ángeles!... Pero ¡ay!, ¡cuan pocos comprenden esto!... Si comprendiésemos la magnitud de la dicha que nos cabe al recibir a Jesucristo, ¿no nos esforzaríamos continuamente en merecerla?. Para daros una idea de la grandeza de aquella dicha, voy a exponeros: 1.° Cuán grande sea la felicidad del que recibe a Jesucristo en la Sagrada Comunión, y 2.° Los frutos que de la misma hemos de sacar.

 

I.-Todos sabéis que la primera disposición para recibir dignamente este gran sacramento, es la de examinar la conciencia, después de haber implorado las luces del Espíritu Santo; y confesar después los pecados, con todas las circunstancias que puedan agravarlos o cambiar de especie, declarándolos tal cómo Dios los dará a conocer el día en que nos juzgue. Hemos de concebir, además, un gran dolor de haberlos cometido, y hemos de estar dispuestos a sacrificarlo todo, antes que volverlos a cometer. Finalmente, hemos de concebir un gran deseo de unirnos a Jesucristo. Ved la gran diligencia de los Magos en buscar a Jesús en el pesebre; mirad a la Santísima Virgen; mirad a Santa Magdalena buscando con afán al Salvador resucitado.

No quiero tomar sobre mi la empresa de mostraros toda la grandeza de este sacramento, ya que tal coca no es dada a un hombre; tan sólo el mismo Dios puede contaros la excelsitud de tantas maravillas; pues lo que nos causara mayor admiración durante la eternidad, será ver cómo nosotros, siendo tan miserables hemos podido recibir a un Dios tan grande. Sin embargo, para daros una idea de ello, voy a mostraros cómo Jesucristo, durante su vida mortal, no pasó jamás por lugar alguno sin derramar sus bendiciones en abundancia, de lo cual deduciremos cuan grandes y preciosos deben ser los dones de que participan los que tienen la dicha de recibirle en la Sagrada Comunión; o mejor dicho, quo toda nuestra felicidad en este mundo consiste en recibir a Jesucristo en la Sagrada Comunión; lo cual es muy fácil de comprender: ya que la Sagrada Comunión aprovecha no solamente a nuestra alma alimentándola, sino edemas a nuestro cuerpo, según ahora vamos a ver.

Leemos en el Evangelio que, por el mero hecho de entrar Jesús, aun recluido en las entrañas de la Virgen, en la casa de Santa Isabel, que estaba también encinta, ella y su hijo quedaron llenos del Espíritu Santo; San Juan quedo hasta purificado del pecado original, y la madre exclamó: «¿De dónde me viene una tal dicha cual es la que se digne visitarme la madre de mi Dios?» (Luc., I, 43.). Calculad ahora cuanto mayor será la dicha de aquel que recibe a Jesús en la Sagrada Comunión, no en su casa cómo Isabel, sino en lo más íntimo de su corazón; pudiendo permanecer en su compañía, no seis meses, cómo aquella, sino toda su vida. Cuando el anciano Simeón, que durante tantos años estaba suspirando por ver a Jesús, tuvo la dicha de recibirle en sus brazos, quedo tan emocionado y lleno de alegría, que, fuera de si, prorrumpió en transportes de amor. «¡Señor! exclamo, ¿qué puedo ahora desear en este mundo, cuando mis ojos han visto ya al Salvador del mundo?.... Ahora puedo va morir en paz! (Luc., II, 29.) . Pero considerad aún la diferencia entre recibirlo en brazos y contemplarlo unos instantes, o tenerlo dentro del corazón...; ¡Dios mío!, ¡cuan poco conocemos la felicidad de que somos poseedores! ... Cuando Zaqueo, después de haber oído hablar de Jesús, ardiendo en deseos de verle, se vio impedido por la muchedumbre que de todas partes acudía, se encaramó en un árbol. Más, al verle el Señor, le dijo: «Zaqueo, baja al momento, puesto que hoy quiero hospedarme en tu casa» (Luc., XIX, 5.).  

Diose prisa en bajar del árbol, y corrió a ordenar cuántos preparativos le sugirió su hospitalidad para recibir dignamente al Salvador. Este, al entrar en su casa le dijo: «Hoy ha recibido esta casa la salvación». Viendo Zaqueo la gran bondad de Jesús al alojarse en su casa, dijo: «Señor, distribuiré la mitad de mis bienes a los pobres, y, a quienes haya yo quitado algo, les devolveré el duplo» (Luc., XIX,8). De manera que la sola visita de Jesucristo convirtió a un gran pecador en un gran santo, ya que Zaqueo tuvo la dicha de perseverar hasta la muerte. Leemos también en el Evangelio que, cuando Jesucristo entró en casa de San Pedro, este le rogó que curase a su suegra, la cual estaba poseída de una ardiente fiebre, Jesús mandó a la fiebre que cesase, y al momento quedó curada aquella mujer, hasta el punto que les sirvió ya la comida (Luc., IV, 38-39.). Mirad también a aquella mujer que padecía flujo de sangre; ella se decía: «Si me fuese posible, si tuviese solamente la dicha de tocar el borde de los vestidos de Jesús, quedaría curada»; y en efecto, al pasar Jesucristo, se arrojó a sus pies y sanó al instante (Math., IX, 20.). ¿Cual fue la causa porque el Salvador fue a resucitar a Lázaro, muerto cuatro días antes?... 


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