María conoce sus futuros padecimientos

 


En este valle de lágrimas todo hombre nace llorando y tiene que padecer los males que cada día le sobrevienen. Pero cuán penosa sería la existencia si uno supiera los males que le van a sobrevenir. Dice Séneca: calamitosa sería la situación del que conociera el futuro; antes de que llegasen las miserias sería desdichado.

El Señor tiene esa condescendencia con nosotros al no dejarnos conocer las cruces que nos esperan para que, si las hemos de padecer, las padezcamos sólo una vez. Pero no tuvo este miramiento con María, la cual –porque Dios la quiso reina dolorosa y en todo semejante a su Hijo– quiso que tuviera siempre ante los ojos y que sufriera continuamente todas las penas que le esperaban. Estas penas fueron las de la pasión y muerte de su amado Jesús. He aquí que el santo anciano Simeón en el templo, después de haber recibido en sus brazos al divino infante, le predice que aquel Hijo suyo tenía que ser el signo de todas las contradicciones y persecuciones de los hombres: “Éste está puesto como señal para ser discutida”; y que por esto la espada del dolor debía atravesar el alma de María: “Y una espada de dolor atravesará tu alma” (Lc 2, 35).

Dijo la Virgen a santa Matilde que, ante semejante aviso de Simeón, toda su alegría se volvió tristeza. Porque como le fue revelado a santa Teresa, la Madre benditísima, aunque sabía desde el principio el sacrificio de su vida que iba a ofrecer su Hijo por la salvación del mundo, sin embargo, desde esa profecía conoció en particular y más en detalle las penas y la muerte despiadada que le había de sobrevenir a su amado Hijo. Conoció que le iban a contradecir en todo; en la doctrina, porque en vez de creerle lo habían de tener por blasfemo al afirmar que era Hijo de Dios, como lo declaró el impío Caifás cuando dijo: “Ha blasfemado, es reo de muerte” (Mt 26, 66-67). Le llevaron la contraria en la estima que se merecía porque era noble de estirpe real, y fue despreciado como plebeyo. “¿Acaso no es éste el hijo del artesano?” (Mt 13, 55). “¿No es éste el carpintero, el hijo de María?”. Era la misma sabiduría y fue tratado de ignorante: “¿Cómo es que éste sabe de letras si no ha estudiado?” (Jn 7, 15); de falso profeta: “Y cubriéndole con un velo, le preguntaban: ¡Adivina! ¿Quién es el que te ha pegado?” (Lc 22, 64). Lo trataron de loco: “Está loco; ¿por qué le escucháis?” (Jn 10, 20). Fue tratado de bebedor y glotón y amigo de pecadores y publicanos (Lc 7, 34). Lo tuvieron por hechicero: “Hecha los demonios con el poder de los demonios” (Mt 9, 34); por hereje y endemoniado: “¿No decimos con razón que eres un samaritano y que tienes un demonio?” (Jn 8, 48). En suma, fue tenido por criminal tan notorio que no necesitaban proceso para condenarlo, como le gritaron a Pilato: “Si éste no fuera un malhechor, no te lo hubiéramos entregado” (Jn 18, 30).

Tuvo que verse afligido en el alma porque hasta su eterno Padre, para que la divina justicia quedara satisfecha, no quiso atender la oración que le dirigió en el huerto, cuando le rogó: “Padre, si es posible, que pase de mí este cáliz” (Mt 26, 39); y lo abandonó en medio del temor, del tedio y la tristeza, de modo que el afligido Señor exclamó: “Triste está mi alma hasta la muerte” (Mt 26, 38); y abrumado de angustia llegó a sudar como gotas de sangre. Contrariado y perseguido en su cuerpo y en su vida, pues basta decir que fue atormentado en todos sus sagrados miembros: en las manos y en los pies, en el rostro y en la cabeza, en todo su cuerpo, hasta llegar a morir, desangrado y denigrado, en un vil madero.


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