María, compañera del dolor

 


Como la cierva herida lleva su dolor a donde va con la flecha que la hirió, así la Madre de Dios, después del vaticinio de Simeón, como vimos en la consideración del primer dolor, llevó siempre consigo su dolor con el recuerdo continuo de la pasión de su Hijo. Halgrino, explicando el pasaje de los Cantares: “Y los cabellos de tu cabeza son como púrpura del rey puesta en flecos” (Ct 7, 5), dice que estos cabellos de María eran los pensamientos continuos de la pasión de Jesús que le hacían ver a cada instante la sangre que un día había de brotar de sus llagas. “Tu mente, María, y tus pensamientos estaban teñidos con la sangre de la pasión del Señor, de tal manera que era como si viera constantemente manar la sangre de las llagas”. El mismo Hijo era la saeta en el corazón de María, que cuanto más amable se le mostraba tanto más le hería con el dolor de tenerlo que perder con muerte tan despiadada. Pasemos a considerar la segunda espada de dolor que le hirió en la huida a Egipto que tuvo que emprender con su Hijo por la persecución de Herodes.

Cuando oyó Herodes que había nacido el Mesías, temió neciamente que le iba a arrebatar su reino, por lo que san Fulgencio, recriminando su locura, le habla así: “Herodes, ¿por qué te turbas de ese modo? Este rey que acaba de nacer no viene a destronar reyes batallando, sino a subyugarlos de modo admirable con su muerte”. Esperaba el impío que los Reyes Magos le trajeran noticias de dónde había nacido el rey a fin de quitarle la vida; pero al verse burlado por los Reyes Magos ordenó la matanza de todos los niños de Belén. Por eso el ángel se apareció en sueños a san José y le mandó: “Levántate, toma al niño y a su madre y huye a Egipto” (Mt 2, 13). Y aquella misma noche avisó a María y tomando el niño emprendieron la huida. “El cual, levantándose, tomó al niño y a su madre, de noche, y huyó a Egipto” (Mt 2, 14). “Oh Señor –dijo entonces María (como piensa san Alberto Magno)–, ¿tiene que huir de los hombres el que ha venido a salvar a los hombres?” Y entonces comprendió la afligida madre que ya comenzaba a realizarse en su Hijo la profecía de Simeón: “Éste ha sido puesto como signo de contradicción” (Lc 2, 37), viendo que, apenas nacido, era perseguido a muerte. Qué sufrimiento el del corazón de María, dice san Crisóstomo, oír que le intimaba la orden de ir con su Hijo a tan duro destierro. Huye de los tuyos a los extraños, del templo a la sede de los demonios. ¿Qué mayor tribulación que ver al recién nacido colgado del cuello de su madre y ésta obligada a emprender la fuga?


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