Dice el evangelista que Jesús, conforme crecía en edad, así también crecía en sabiduría y gracia ante Dios y ante los hombres (Lc 2, 52). Lo que quiere decir que crecía en sabiduría y gracia ante los hombres en cuanto a su opinión; y ante Dios, como explica santo Tomás, en cuanto que todas sus obras eran meritorias y hubieran servido para aumentar la gracia más y más si desde el principio no se le hubiera otorgado la plenitud absoluta de la gracia por la unión hipostática. Si crecía Jesús en la estima y amor de la gente, cuánto más crecería en la estima y amor de María. Pero cuanto más crecía este amor, más se acrecentaba el dolor de tenerlo que perder con muerte tan cruel; y cuanto más se acercaba el tiempo de la pasión de su Hijo, tanto más y con mayor dolor aquella espada profetizada por Simeón atravesaba el corazón de la Madre. Así se lo manifestó el ángel a santa Brígida, diciéndole: Conforme el Hijo se aproximaba a la pasión, aquella espada de la Virgen, cada hora, se hacía más dolorosa.
Pues si nuestro rey Jesús y su Madre santísima no rehusaron padecer por amor nuestro a lo largo de la vida una pena tan cruel, no tenemos derecho a lamentarnos por nuestros padecimientos, ciertamente menores. Jesucristo se le apareció a sor Magdalena Orsini, dominica, mientras sufría desde hacía tiempo una gran tribulación, y la animó a permanecer en la cruz con él soportando aquel dolor. Sor Magdalena, lamentándose, le respondió: Señor, tu sólo sufriste en la cruz tres horas, pero yo llevo años con esta tortura. Y entonces el Redentor le replicó: ¿Qué dices? Yo desde el primer instante de mi concepción sufrí en el corazón lo que después en la cruz padecí en el cuerpo. Por eso, cuando nosotros padezcamos cualquier aflicción y nos lamentemos, imaginémonos que Jesús y su santa Madre nos dicen lo mismo.
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