María preservada por su Hijo



Convino en segundo lugar, que el Hijo preservara a María del pecado, como a Madre suya. Ningún nacido ha podido elegirse la madre a su placer. Si esto fuera posible ¿quién sería el que pudiendo tener por madre a una reina la escogiera esclava? ¿pudiendo tenerla noble la eligiera plebeya? ¿pudiendo tenerla amiga de Dios la escogiera su enemiga? Pues si sólo el Hijo de Dios pudo elegirse la madre como más le agradaba, bien claro está que tuvo que elegirla y hacerla tal cual convenía para Dios. Así piensa san Bernardo. Y siendo lo más decente para el Dios purísimo tener una madre limpia de toda culpa, así la hizo. Dice san Bernardino de Siena: “Hay una tercera forma de santificación que es la maternal, y es la que remueve toda culpa original. Esto sucedió en la Santísima Virgen. En verdad que Dios se preparó tal madre, tanto por las perfecciones de su naturaleza, como por las excelencias de la gracia, cual debía de ser su propia madre”. Con esto se relaciona lo que escribe el apóstol: “Así convenía que fuera nuestro Pontífice, santo, inocente, inmaculado, segregado de los pecadores” (Hb 7, 26). Advierte un autor que conforme a san Pablo, nuestro Redentor, no sólo tenía que estar inmune de pecado, sino también segregado de los pecadores “en cuanto a la culpa del primer padre Adán que subyace en todos”, como explica santo Tomás. Pero ¿cómo podía Jesucristo llamarse segregado de los pecadores si hubiera tenido una madre pecadora?

Afirma san Ambrosio: “No en la tierra sino en el cielo se eligió Dios este vaso para descender a él; y lo consagró como templo de la pureza”. El santo aquí alude a la sentencia de san Pablo: “El primer hombre, hecho de tierra era terreno; el segundo hombre, el que viene del cielo, es celestial” (1Co 15, 47). San Ambrosio llama a la Madre de Dios “Vaso celestial”, no porque María no fuera de la tierra ni fuera de naturaleza humana, como deliraron algunos herejes, sino porque es celestial por gracia, muy superior a los ángeles en santidad y pureza, como convenía a un Rey de la gloria que debía habitar en su seno. Así lo reveló el Bautista a santa Brígida: “El Rey de la gloria debía descender a un vaso purísimo y perfectísimo, superior a los ángeles y santos”. María fue concebida sin pecado para que de ella naciese sin contacto con la culpa, el Hijo de Dios. No porque Jesucristo hubiera podido contagiarse con la culpa, sino para que no sufriera el oprobio de tener una madre infectada por el pecado y que había sido esclava del demonio.

Dice el Espíritu Santo: “Gloria del hombre es la honra del padre, y deshonor del hijo un padre sin honra” (Ecclo 3, 13). Por lo cual –dice san Agustín– “Jesús preservó de la corrupción el cuerpo de María, porque redundaba en desdoro suyo que se corrompiera la carne virginal que él había tomado”. Pues si sería oprobio para Jesucristo nacer de una madre cuyo cuerpo estuviera sujeto a la corrupción ¿cuánto más el haber nacido de una madre infectada de la podredumbre del pecado? Y esto tanto más que la carne de Cristo es la misma que la de María; de modo que, como dice el mismo santo, aunque fue glorificada por la resurrección, permanece la misma que asumió de María. Dice Arnoldo de Chartres que son una y la misma carne la de Cristo y la de María, de modo que la gloria de Cristo no sólo es compartida con la gloria de la Madre, sino que es la misma. Siendo todo esto verdad, si la Santísima Virgen hubiera sido concebida en pecado, aun cuando el Hijo no hubiera contraído esa culpa, siempre sería cierta mancha haber unido a la suya la carne algún tiempo manchada por la culpa, vaso de inmundicia y sujeta a Lucifer.


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