Un cristiano que use santamente de la oración y de los sacramentos, aparece formidable ante el demonio, cual un dragón (Soldado de caballería. (N. del T.)) montado sobre un corcel, los ojos centelleantes, armado con su coraza, su espada y sus pistolas, en presencia de un enemigo desarmado: su sola presencia le hace retroceder y emprender la fuga. Mas haced que descienda de su caballo y abandone sus armas: pronta su enemigo se le echa encima, le holla con sus pies, y coge cautivo al que, provisto de armas, con su sola presencia parecía aniquilar al enemigo. Imagen sensible de un cristiano provisto de las armas de la oración y los sacramentos. Sí, un cristiano que ore y que frecuente los sacramentos con las disposiciones necesarias, es más formidable ante el demonio que ese dragón de que acabo de hablaros. ¿Qué es lo que hacía a San Antonio tan terrible ante las potencias del infierno, sino la oración? Oíd cómo le hablaba cierto día el demonio: decíale que era él su más cruel enemigo, pues le hacía sufrir tanto. «¡Ah!, cuán poca cosa eres, le dijo San Antonio; Ya que no soy más que un pobre solitario, que no puedo sostenerme sobre mis pies, con una simple señal de la cruz provoco tu huida.». Ved además lo que el demonio dijo a Santa Teresa, a saber, que por lo mucho que ella amaba a su Dios, por su frecuencia de sacramentos, en el lugar donde ella había pasado no podía él ni respirar. ¿Por qué? Porque los sacramentos nos dan tanta fuerza para, perseverar en la gracia de Dios, que jamás se ha visto a un santo apartarse de los sacramentos y perseverar en la amistad de Dios; y porque en los sacramentos hallaron cuantas fuerzas les eran necesarias para no dejarse vencer del demonio. Os indicaré aquí la razón de ello. Cuando oramos, Dios nos envía amigos, ora sea un santo, ora un ángel, para consolarnos; así sucedió a Agar, la esclava de Abraham (Gen., XXI, 17.), al casto José cuando estaba en prisión, y también a San Pedro...: nos hace sentir con mayor fuerza la eficacia de sus gracias a fin de fortalecernos y armarnos de valor. Mas, al recibir los sacramentos, no es un santo o un ángel, es Él mismo quien viene revestido de todo su poder para aniquilar a nuestro enemigo. El demonio, al verle dentro de nuestro corazón, se precipita a los abismos; aquí tenéis, pues, la razón o motivo por el cual el demonio pone tanto empeño en apartarnos de ellos, o en procurar que los profanemos. En cuanto una persona frecuenta los sacramentos, el demonio pierde todo su poder sobre ella. Añadamos, sin embargo, que es preciso distinguir: esto sucede en aquellos que los frecuentan con las disposiciones debidas, que sienten verdadero horror al pecado, que se aprovechan de todos los medios que Dios nos concede para no recaer y para sacar fruto de las gracias que nos otorga.
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