.
Un gran pecador, en el reino de Valencia, desesperado y, para no caer en manos de la justicia, había resuelto hacerse turco; y ya estaba para embarcarse, cuando pasó providencialmente ante una iglesia en la que predicaba acerca de la misericordia de Dios el P. Jerónimo López, jesuita; al oírlo, se convirtió y se confesó con el mismo padre. Éste le preguntó si había tenido alguna devoción con Dios, que le hubiera merecido aquella gran misericordia.
Le respondió el penitente que no había tenido más devoción que la de rezar todos los días a la Santísima Virgen pidiéndole que no lo abandonase. El mismo padre vio en el hospital a un pecador que desde hacía cincuenta años no se había confesado, y que sólo había tenido esta pequeña devoción de saludar a cualquier imagen de la Virgen que encontraba rogándole no lo dejara morir en pecado mortal. Y le contó además que, en una riña se le rompió la espalda. Entonces le rezó a la Virgen: “Ahora me mata y me condeno; Madre de los pecadores, ayúdame”. Y dicho esto, se encontró, sin saber cómo, lejos y en lugar seguro. Hizo confesión general y murió lleno de confianza en Dios.
Comentarios
Publicar un comentario