María acude pronto con su misericordia

  


Ya anunció el profeta Isaías que, con la gracia de la Redención de los hombres, había de establecerse para todos ellos, un trono de divina misericordia. “Su trono se ha de fundar sobre la misericordia” (Is 16, 5). ¿Cuál es este trono?, pregunta san Buenaventura, y responde: Este trono es María, junto al cual, justos y pecadores, encuentran el consuelo de su misericordia. Así como el Señor está lleno de piedad, así también lo está nuestra Señora; y lo mismo que el Hijo, así también la Madre no sabe negar su misericordia a quien la invoca. El abad Guérrico hace hablar a Jesús de este modo dirigiéndose a su Madre: “Madre mía, en ti he colocado el trono de mi imperio, pues por tu medio concederé todas las gracias que se me pidan. Tú me has dado el ser hombre, y yo te doy el ser como Dios, o sea, todo el poder para ayudar a salvar a los que quieras.

Un día en que santa Gertrudis rezaba con afecto de la Madre de Dios aquella oración: Vuelve a nosotros estos tus ojos misericordiosos”, vio que la Santísima Virgen le indicaba los ojos del Hijo que tenía en brazos, y le decía: “Estos son los ojos misericordiosos que yo puedo inclinar para salvar a todos los que me invocan”. Lloraba una vez un pecador ante una imagen de María, pidiéndole que le obtuviera el perdón de Dios; y oyó que la Virgen, vuelta hacia el niño que tenía en sus brazos le dijo: “¿Se perderán estas lágrimas, Hijo mío?” Y se le dio a entender que Jesucristo le había perdonado.

Y ¿cómo podrá perderse jamás el que se encomienda a esta buena Madre,

cuando el Hijo, que es Dios, ha prometido por su amor, y porque a él así le place, tener misericordia con todos los que a ella se encomiendan? Esto le reveló el Señor a santa Brígida, haciéndole oír estas palabras que le decía a María: “Por mi omnipotencia, Madre venerada, te he concedido el perdón de todos los pecadores que invocan con piedad tu auxilio, de la manera que a ti te agrade”. Considerando el abad Adán de Perseigne, el gran poder que tiene María para con Dios, y su gran piedad para con nosotros, desbordando confianza le dice: “¡Madre de misericordia, tan grande es tu poder, como tu piedad! Tan piadosa eres para perdonar, como poderosa para alcanzar perdón. ¿Cuándo se ha dado el caso de que no hayas tenido compasión de los desdichados siendo la Madre de la misericordia? Y ¿cuándo se ha visto que no puedas ayudar, siendo la Madre del Todopoderoso? Con la misma facilidad con que conoces nuestras miserias, las remedias cuando quieres”. Alégrate –le dice el abad Ruperto– alégrate, excelsa Reina, de la gloria de tu Hijo, y por compasión, no por nuestros méritos, danos de lo que te sobra a nosotros tus humildes siervos e hijos.

Y si tal vez nuestros pecados nos hacen desconfiar, digámosle con Guillermo de París: Señora, no presentes mis pecados en mi contra, porque yo les opondré tu misericordia. Y jamás se diga que mis pecados pueden competir y vencer a tu misericordia, que es más poderosa para obtenerme el perdón, que todos mis pecados para condenarme.


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