Si deseáis ahora saber quiénes se sometían a tales penitencias, os diré que todos, desde los humildes pastores hasta el emperador. Si me pedís un ejemplo, aquí tenéis uno en la persona del emperador Teodosio. Habiendo pecado aquel príncipe, más por sorpresa que por malicia, San Ambrosio le escribió diciéndole : «Esta noche he tenido una visión en la que Dios me ha hecho ver a vuestra persona encaminándose al templo, y me ha ordenado que os prohibiese la entrada». Al leer aquella carta, el emperador lloró amargamente; sin embargo, fué a postrarse ante las puertas del templo como de ordinario, con la esperanza de que sus lágrimas y su arrepentimiento moverían al Santo obispo. San Ambrosio, al verle venir, le dijo: «Deteneos, emperador, sois indigno de entrar en la casa del Señor». Respondióle el emperador: «Es verdad, mas también pecó David, y el Señor le perdonó». «Pues bien, le dijo San Ambrosio, ya que le habéis imitado en la culpa, seguidle en la penitencia». A estas palabras, el emperador, sin replicar más, retiróse a su palacio, dejó sus ornamentos imperiales, postróse con la faz en tierra, y abandonóse a todo el dolor de que su corazón era capaz. Permaneció ocho meses sin poner los pies en el templo. Al ver que sus criados se dirigían a la iglesia en tanto que él se hallaba privado de concurrir allí, oíasele dar unos clamores capaces de mover los corazones más endurecidos. Cuando le fué permitido asistir a las preces públicas, no se ponía de pie o arrodillado como los demás, sino postrado, la faz en tierra, de la manera más conmovedora, golpeándose el pecho, arrancándose los cabellos y llorando amargamente. Durante toda su vida conservó el recuerdo de su pecado; no podía pensar en él sin derramar lágrimas en abundancia. Aquí tenéis lo que hizo un emperador que no quería perder su alma.
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