La corrupción de costumbres que reina en los cristianos

 


Sermón San Juan Maria Vianney 

La corrupción de costumbres que reina entre vosotros impide a los que no son de vuestra religión abrazarla porque, si estuvieseis bien persuadidos de que ella es buena y divina, os portaríais muy de otra manera.

¡Qué bochorno para nosotros oír de los enemigos de nuestra religión semejante lenguaje!. Pero ¿no tienen razón sobrada para usarlo?. Examinando nosotros mismos nuestra conducta, vemos positivamente que nada hacemos de lo que aquélla nos manda. Parece, al contrario, que no pertenecemos a una religión tan santa sino para deshonrarla y desviar a los que la quisieran abrazar: una religión que nos prohíbe el pecado, que nosotros cometemos con tanto gusto y al cual nos precipitamos con tal furor que parece no vivimos sino para multiplicarlo ; una religión que cada día presenta ante nuestros ojos a Jesucristo como un buen padre que quiere colmarnos de beneficios, y nosotros huimos su santa presencia, o si nos presentamos ante Él, en el templo, no es más que para despreciarle y hacernos aún más culpables; una religión que nos ofrece el perdón de nuestros pecados por el ministerio de sus sacerdotes, y, lejos de aprovecharnos de estos recursos, o los profanamos o los rehuímos; una religión que nos descubre tantos bienes en la otra vida, y nos muestra medios tan seguros y fáciles de conseguirlos, y nosotros no parece que conozcamos todo esto sino para convertirlo en objeto de un cierto desprecio y chanza de mal gusto... ¡En qué abismo de ceguera hemos caído! Una religión que no cesa nunca de advertirnos que debemos trabajar sin descanso en corregir nuestros defectos, y nosotros, lejos de hacerlo así, yendo en busca de todo lo que puede enardecer nuestras pasiones; una religión que nos advierte que no hemos de obrar sino por Dios, y siempre con la intención de agradarle, y nosotros, no teniendo en nuestras obras más que miras humanas, queriendo siempre que el mundo sea testigo del bien que hacemos, que nos aplauda y felicite por ello. ¡Oh!, Dios mío! ¡ qué ceguera y qué pobreza la nuestra!. ¡Y pensar que podríamos allegar tantos tesoros para el cielo, con sólo portarnos según las reglas que nos da nuestra religión santa!


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