Mirad a Adán: desde que pecó se entregó a la penitencia, a fin de poder ablandar la justicia de Dios (Gen. 3. 15-5)... Mirad a David después de su pecado: por todos los ámbitos del palacio resonaban sus exclamaciones y gemidos; guardaba los ayunos hasta un exceso tal, que sus pies eran ya impotentes para sostenerle (Ps. 58, 24). Cuando, para consolarle, se le decía que, puesto que el Señor le había asegurado que estaba perdonada su gran culpa, debía moderar su dolor, exclamaba: ¡Desgraciado de mí! ¿qué es lo que he hecho? He perdido a mi Dios, he vendido mi alma al demonio; ¡ah! no, no, mi dolor durará lo que dure mi vida y me acompañará al sepulcro. Corrían sus lágrimas con tanta abundancia, que con ellas remojaba el pan que comía, y regaba el lecho donde descansaba (PS. 51, 10. y 6, 7)
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