Ni la muchedumbre de nuestros pecados debe disminuir nuestra confianza de ser oídos por María. Cuando ante ella nos postramos, encontramos a la madre de misericordia, y para la misericordia sólo hay lugar si encuentra miserias que aliviar. Por lo que como una amorosa madre no siente repugnancia de curar al hijo leproso, aunque la cura fuera molesta y nauseabunda, así nuestra maravillosa Madre no nos abandona cuando recurrimos a ella, por muy grande que sea la podredumbre de nuestros pecados que ella tiene que curar. Esta idea es de Ricardo de San Lorenzo. Esto mismo quiso dar a entender María apareciéndose a santa Gertrudis con el manto extendido para acoger a todos los que a ella acudían. Y vio la santa, a la vez, que todos los ángeles se dedican a defender a los devotos de María de las tentaciones diabólicas.
Es tanta la piedad que nos tiene esta buena Madre y tanto el amor que siente, que no espera nuestras plegarias para socorrernos: “Se anticipa a quienes la codician, poniéndoseles delante ella misma” (Sb 6, 14). Estas palabras san Anselmo se las aplica a María y dice que ella se adelanta a ayudar a los que desean su protección. Con lo cual debemos comprender que ella nos impetra de Dios innumerables gracias antes de que se las pidamos. Que por eso dice Ricardo de San Víctor que María, con razón, es asemejada a la luna: “Hermosa como la luna”, porque no sólo es veloz cual la luna para ayudar a quien la invoca, sino que además está tan ansiosa de nuestro bien que en nuestras necesidades se anticipa a nuestras súplicas y está presta a socorrernos antes que nosotros listos para invocarla. De esto nace, dice el mismo Ricardo de San Víctor, el estar tan lleno de piedad el pecho de María que, apenas conoce nuestras miserias, al instante derrama la mística leche de su misericordia, pues no puede conocer las necesidades de cualquiera sin acudir al punto a socorrerlo.
Esta inmensa piedad que tiene María de nuestras miserias, que la impulsa a compadecerse y aliviarnos aun antes de que la invoquemos, bien lo dio a entender en las bodas de Caná, como lo refiere el Evangelio de San Juan en el capítulo segundo. Se dio cuenta esta piadosa Madre de la confusión y vergüenza de aquellos esposos que estaban del todo afligidos al ver que faltaba el vino en el banquete; y sin que nadie se lo pidiera, movida solamente de su gran corazón que no puede ver las aflicciones de nadie sin compadecerse, fue a pedir a su Hijo, exponiéndole la necesidad de aquella familia para que los consolara. Y le dijo simplemente: “No tienen vino”. Después de lo cual el Hijo, para consolar a aquella buena gente, pero mucho más para contentar el corazón tan compasivo de su Madre que así lo deseaba, hizo el conocido milagro de transformar el agua de las ánforas en el mejor de los vinos. Y argumenta Novarino: “Si María, aunque nadie se lo pida, está tan pronta a adivinar y socorrer nuestras necesidades, cuánto más lo estará para socorrer a quien la invoca y suplica que le ayude”.
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