María intercede ante su Hijo en el juicio

 


Cuando un hombre sale de esta vida se agita el infierno y manda los más terribles demonios para tentar aquella alma antes de que abandone el cuerpo y acusarla cuando se presente al tribunal de Dios. “El infierno se conmovió abajo a tu llegada y a tu encuentro envió gigantes” (Is 14, 9). Pero cuando los demonios ven que a aquella alma la defiende María, no se atreven de ninguna manera a acusarla, sabiendo que no será condenada por el juez el alma protegida por tal Madre. ¿Quién podrá acusar si ve que protege la Madre? Escribe san Jerónimo a Eustonio que la Virgen no sólo socorre a sus amados devotos a la hora de la muerte, sino que al pasar de esta vida los anima y acompaña en el divino tribunal. Esto en conforme a lo que dijo la Virgen a santa Brígida hablando de sus devotos en trance de muerte: “Entonces yo, su Madre y Señora, que tanto los amo, vendré en su auxilio para darles consuelo y refrigerio”. Ella recibe sus almas con amor y las presenta ante el juez, su Hijo, y así ciertamente les obtiene la salvación. Dice san Vicente Ferrer: “La Virgen bienaventurada recibe las almas de los que mueren”.

Así sucedió a Carlos, hijo de santa Brígida, quien habiendo muerto en el peligroso ejercicio de las armas y lejos de su madre, temía la santa por su eterna salvación. Mas la bienaventurada Virgen le reveló que Carlos se había salvado por el amor que le había tenido y ella misma le había asistido en la agonía, sugiriéndole los actos que debía hacer. Al mismo tiempo vio la santa a Jesucristo en trono de majestad y que el demonio presentaba dos quejas contra la Virgen María; la primera, que le había impedido tentar a Carlos en la hora de la muerte, y la segunda, que había presentado su alma ante el tribunal de Jesucristo y lo había salvado sin darle ocasión de exponer las razones con que pretendía hacer presa en el alma de Carlos. Vio, en fin, cómo el juez lanzaba de su presencia al demonio y abría las puertas del cielo al alma de su hijo.


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