“Sus lazos son ataduras de salvación; en las postrimerías hallarás en ella reposo” (Ecclo 6, 31). ¡Bienaventurado, hermano mío, si en la hora de la muerte te encuentras ligado con las dulces cadenas del amor a la Madre de Dios! Estas cadenas son la salvación que te aseguran tu salvación eterna y te harán gozar, en la hora de la muerte, de aquella dichosa paz, preludio y gusto anticipado del gozo eterno de la gloria. Refiere el P. Binetti que habiendo asistido a la muerte de un gran devoto de María, le oyó decir: “Padre mío, si supiera qué contento me siento por haber servido a la santa Madre de Dios. No sé expresar la alegría que siento”. El P. Suárez, por haber sido muy devoto de María –decía que con gusto hubiera cambiado toda su ciencia por el mérito de un Ave María–, murió con tanta alegría que exclamó: “No creía que era tan dulce el morir”. El mismo contento y alegría, sin duda, sentirás tú, devoto lector, si en la hora de la muerte te acuerdas de haber amado a esta buena Madre que siempre es fiel con los hijos que han sido fieles en servirla y obsequiarlas con visitas, rosarios y mortificaciones, y agradeciéndole constantemente y encomendándose a su poderosa intercesión.
Y no impedirá estos consuelos el haber sido en otro tiempo pecador si de ahora en adelante te dedicas a vivir bien y a servir a esta Señora bonísima y sumamente agradecida. Ella, en tus angustias y en las tentaciones del demonio para hacerte desesperar, te ayudará y vendrá a consolarte en la hora de la muerte. Marino, hermano de san Pedro Damiano –como refiere el mismo santo– habiendo tenido la desgracia de ofender a Dios, se postró ante un altar de María ofreciéndose por su esclavo, poniendo su ceñidor al cuello en señal de servidumbre, y le habló así: “Señora mía, espejo de pureza; yo, pobre pecador, te he ofendido y he ofendido a Dios quebrantando la castidad; no tengo más remedio que ofrecerme a ti por esclavo; aquí me tienes, me consagro por siervo tuyo. Recibe a este rebelde y no lo desprecies”. Dejó una ofrenda para la Virgen ofreciendo pagar una suma todos los años en señal de tributo por su esclavitud mariana. Algunos años después, Marino enfermó de muerte, y en esa hora se le oyó decir: “Levantaos, levantaos; saludad a mi Señora”. Y después: “¿Qué gracia es esta, Reina del cielo, que te dignes visitar a este pobre siervo? Bendíceme, Señora, y no permitas que me pierda después de que me has honrado con tu presencia”. En esto llegó su hermano Pedro y le contó la aparición de la Virgen María y que le había bendecido, lamentándose de que los asistentes no se hubieran levantado ante la presencia de María; y poco después, plácidamente, entregó su alma al Señor. Así será tu muerte, querido lector, si eres fiel a María, aunque en lo pasado hubieras ofendido a Dios. Ella te obtendrá una muerte llena de consuelos.
Y aun cuando trataran de atemorizarte y quitar la confianza el recuerdo de los pecados cometidos, ella te animará, como aconteció con Adolfo, conde de Alsacia, quien habiendo dejado el mundo y habiéndose hecho franciscano, como se narra en la Crónicas de la Orden, fue sumamente devoto de la Madre de Dios. Al final de sus días, al ver la vida pasada en el mundo y en el gobierno de sus vasallos, el rigor del juicio de Dios comenzó a temer la muerte, con dudas sobre su eterna salvación. Pero María, que no descuida ante las angustias de sus devotos, acompañada de muchos santos, se le apareció y lo animó con estas tiernas palabras: “Adolfo mío carísimo, ¿por qué temes a la muerte si eres mío?” Como si le dijera: Adolfo mío queridísimo, te has consagrado a mí; ¿por qué vas a temer ahora la muerte? Con tan regaladas expresiones se serenó del todo el siervo de María, desaparecieron los temores y con gran paz y contento entregó su alma.
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