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Alfonso VIII, rey de Aragón de Castilla, fue castigado por Dios de diferentes maneras a causa de sus pecados, viéndose obligado a retirarse a una ciudad de uno de sus aliados. El día de Navidad, predicó allí Santo Domingo según su costumbre sobre el Santo Rosario y las gracias que se obtienen de Dios por esta devoción. Dijo entre otras cosas que cuantos lo rezan alcanzan de Dios el triunfo sobre sus enemigos y recobran todo lo perdido. Impactado por estas palabras, hizo el rey llamar a Santo Domingo y le preguntó si era verdad cuanto había dicho acerca del Santo Rosario. El Santo le respondió que no debía abrigar duda alguna y le prometió que si quería practicar esta devoción e inscribirse en la cofradía, experimentaría sus saludables efectos.
Decidió el rey
recitar todos los días el Rosario. Práctica en la que perseveró durante un año,
terminado el cual, el mismo día de Navidad, después de recitar él su Rosario,
se le apareció la Virgen Santísima y le dijo: «Alfonso, hace un año que me
honras recitando devotamente mi Rosario. ¡Quiero recompensarte! He alcanzado de
mi Hijo el perdón de tus pecados. Aquí tienes esta camándula. ¡Te la regalo!
¡Llévala siempre contigo y ninguno de tus enemigos podrá hacerte daño!» Y
desapareció. El rey quedó muy consolado. Regresó a su casa, llevando en sus
manos la camándula. Encontró a la reina y le contó, lleno de gozo, el favor que
acababa de recibir de la Santísima Virgen. Le tocó los ojos con la camándula y
la reina recobró la vista, que había perdido.
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