El sufrimiento de las ánimas y su liberación mediante sufragios e indulgencias

 

Una de las principales características de la retórica en torno al purgatorio fue el intenso sufrimiento de las ánimas. Aunque la mayoría de los tratadistas aceptaba que las condiciones del purgatorio eran más benignas que las del infierno propiamente dicho, a la vez insistía en que las penas que debían soportar las ánimas eran terribles.

En otro

Otros tratadistas planteaban que las penas eran numerosas y se aplicaban de manera diferenciada según las culpas o los pecados cometidos. Juan de Palafox y Mendoza sostiene que afectaban a aquellas partes del cuerpo que habían intervenido en las culpas: “De suerte que si un hombre murmura o mata padecerá en la lengua por la murmuración ardientísimo fuego y en el brazo por el homicidio ardientísimo dolor”;[1] una mujer que había tenido una vida alegre y gustosa, que a ella le había parecido “perfecta y santa” porque era moderada y honesta en el juego, debía sin embargo padecer de manera dura en el purgatorio. Con intención moralista, Palafox sostenía que “para todo género de culpas hay moldes en las penas del purgatorio”,[2] y recomendaba obrar en forma correcta, aun en las cosas más menudas, porque en el purgatorio “nada se pasa” y las almas deben pagar “por menudeo”.[3] Opinaba que las penas no eran continuas, sino que había pausas entre ellas, por razones de justicia y piedad divinas.[4]

Palafox creía que el fuego que atormentaba a las almas en el purgatorio era material, porque algunas de las almas llegaban envueltas en llamas, con quemaduras visibles o con la piel carbonizada, como fueron los casos de una mesonera, que se veía “muy horrible y espantosa, echa una ascua de fuego”, y de un caballero, que estaba “todo negro con centellas de fuego”. [5]La materialidad del fuego se manifestó cuando un alma le dio la mano a un vivo y “se la dejó sólo con los huesos, consumiéndole toda la carne”, o cuando otra ánima dio una palmada en la espalda a una persona viva y “le hizo una llaga a manera de usagre, que le causó vehementísimo dolor […] y le duró toda la vida”.[6] Asimismo, las almas expresaban su sufrimiento mediante gemidos y lamentaciones.[7]

La expectativa de tener que padecer estas penas después de la muerte y la incertidumbre sobre el tiempo que durarían llenaba de pánico a muchas personas. Había tratadistas que sostenían que podían ser cientos de miles de años, mientras otros manejaban cifras más conservadoras. Existía además, la idea de que en el purgatorio la percepción del tiempo era mucho más lenta que en la tierra. Palafox decía que 60 años se sentían como 60 000,[8] y recalcaba que un instante de purgatorio podía ser más prolongado que todos los años terrenales que faltaban hasta el final del mundo.[9]

Para aminorar la angustia, la Iglesia católica ofreció a los fieles sufragios e indulgencias mediante los cuales les prometía acortar el tiempo de estancia de las almas en el purgatorio y lograr su feliz ascenso a la gloria. Éstos podían aplicarse en vida para la propia alma y la de los allegados o para personas muertas de las que se asumía que estaban en el purgatorio.

Los sufragios e indulgencias se basaron en la idea de la conmutación de las penas, una de las grandes innovaciones que trajo consigo la creencia en el purgatorio.[10] Según esta creencia, las penas podían cumplirse en un lugar distinto al purgatorio y en un espacio temporal diferente, además, podían intercambiarse por donaciones o actos piadosos a favor de instituciones eclesiásticas o de beneficencia. En cuanto a la sustitución de tiempo y espacio, se creía que Dios aplicaba a determinadas personas penas en vida, tales como enfermedades graves, accidentes y pobreza, para que pudieran liquidar algunas culpas de manera anticipada. Así, sufrir en vida reducía el tiempo en el purgatorio. Carlos de Sigüenza y Góngora sostuvo que Benito de Victoria, esposo de quien posteriormente se convirtió en sor Marina de la Cruz, había entrado directamente en la “eterna bienaventuranza” porque se había purificado de sus defectos mediante una “gravísima enfermedad” y a la religiosa María de San Nicolás “la regalaba nuestro Señor con dolores gravísimos y con iguales mercedes”.24





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