Helo Aquí, amigo mío. Escúchame: has podido conocer ya si realmente estabas dominado por el orgullo, y ahora vas a ver si tienes la dicha de poseer esta tan rara cómo hermosa virtud; si la posees en toda su integridad, tienes segura la gloria del cielo. La humildad, nos dice San Bernardo, es una virtud que nos hace conocer a nosotros mismos, y nos inclina a concebir un constante desprecio de cuanto procede de nuestra persona. La humildad es una antorcha que presenta a la luz del día nuestras imperfecciones; no consiste, pues, en palabras ni en obras, sino en el conocimiento de sí mismo, gracias al cual descubrimos en nuestro ser un cúmulo de defectos que el orgullo nos ocultara hasta el presente.
digo que esta virtud nos es absolutamente necesaria para ir al cielo; oíd, si no, lo que nos dice Jesucristo en el Evangelio: «Si no os volvéis cómo niños, no entrareis en el reino de los cielos. En verdad os digo que, si no os convertís, si no apartáis esos sentimientos de orgullo y de ambición, tan naturales al hombre, nunca llegaréis al cielo (Matth., XVIII, 3.).
«Si, nos dice el Sabio, la humildad todo lo alcanza» (Ps. Cl, 18.). ¿Queréis alcanzar el perdón de los pecados?. Presentaos ante vuestro Dios en la persona de sus ministros, y allí, llenos de confusión, considerándoos indignos de obtener el perdón que imploráis, podéis tener la seguridad de alcanzar misericordia. ¿Sois tentados? Corred a humillaros, reconociendo que por vuestra parte no podéis hacer más que perderos: y tened por cierto que os veréis libres de la tentación. ¡Oh, hermosa virtud, cuan agradables son a Dios las almas que lo poseen!. El mismo Jesucristo no pudo darnos más hermosa idea de sus méritos que manifestándonos que había querido tomar «la forma de esclavo» (Philip., 11, 7.) la más vil condición a que puede llegar un hombre. ¿Que es lo que tan agradable hizo a la Santísima Virgen ante los ojos de Dios sino la humildad y el desprecio de si misma?.
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